ÉRASE UNA VEZ EN... HOLLYWOOD

La novena película de Quentin Tarantino, Érase una vez en... Hollywood, es el nostálgico viaje a un pasado idealizado de un cineasta que homenajea con amor infinito una época, una industria y un modo de hacer cine del que sin duda alguna es fruto y al que no puede sino reverenciar en una película que rezuma amor y alegría por los cuatro costados

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Si hacemos caso a las palabras de Quentin Tarantino, el ocaso de su carrera como director queda a tan solo una película de distancia tras el estreno de su novena cinta, Érase una vez en... Hollywood, y ya sea de manera premeditada o inconsciente, su última obra empieza a sonar a despedida. Tras transitar por el thriller, el género policiaco, la serie z, la comedia negra, el cine de artes marciales, el bélico o el western, Tarantino abandona sus manierismos para apostar por una contenida película de época que no pretende ni mucho menos realizar un retrato fiel de un momento histórico, sino reflejar su visión sobre una industria y una forma de hacer cine que lo ha moldeado como artista hasta convertirlo en lo que hoy es: uno de los cineastas más relevantes de los últimos 30 años.

Para elaborar una de sus obras más personales, Quentin Tarantino no ha escatimado en medios humanos ni técnicos. Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, formando una pareja memorable al estilo Redford-Newman, son los catalizadores del espectador hacia una época recreada hasta lo enfermizo: decorados, vestimentas, atrezzo, música... ¡Y menuda música! Toda esta amalgama de elementos convierte a la película en un producto de puro disfrute contemplativo donde el placer reside en el aquí y el ahora, en las escenas alargadas hasta el extremo más allá de lo recomendable, en el transcurrir de las conversaciones, en los trayectos en coche con la radio a todo volumen, en la sucesión de anécdotas y los detalles de pura pasión cinéfila. Como muestra, los primeros 10 minutos en los que conocemos el bagaje cinematrográfico del actor Rick Dalton, con constantes cortes a apariciones estelares en sus principales películas y series televisivas.

La trama queda relegada a un segundo plano, muy residual, y todo aquel que espere una película más cercana a otras del autor en lo que a giros e historias cruzadas se refiere se sentirá en cierto modo decepcionado, pues el ritmo es lento, apenas hay sorpresas y solo en algunos instantes se permite Tarantino tirar de su faceta más alocada y excéntrica. Por ese mismo motivo esta obra se siente más madura, reposada y crepuscular. Es la película de un autor en la cima de su carrera que se ve capaz de abandonar ciertos aspectos innatos a su cine sin miedo a que su sello se vea cuestionado. No ocurre sino todo lo contrario: su firma se siente en todo momento.

Por ese motivo, lo que ocurra en el desenlace poco importa, y eso que importa muchísimo, al menos para la reflexión del propio cineasta con la película. Se siente como un regalo al fan de siempre en la forma, pero en el fondo es la guinda de una obra inmensa, compleja y muy rica en detalles que merece todos los visionados del mundo, porque hay tantos como maneras de disfrutarla.

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